Gatillo Negro

Cortito de pelo se revuelve a veces en mi vientre, se estira y se cuelga, sube y baja. A veces con pereza, a veces con desesperación. Le llaman la luz de las estrellas, le llaman las luces que se mueven solas a lo lejos, en la distancia. De esas luces que se mecen también con el viento suave, que flotan y van suspendidas en la marejada de los céfiros cálidos.

Se revuelve a veces y mira desde abajo, las mecedoras en la mies, los níveos pétalos arrancados y que aún guardan el rocío de las madrugadas frías. Se despereza y enmudece siguiendo la marcha callada de los tiempos, escucha en sueños el pedernal con el que se mueven las bóvedas del silencio.

Cortito de pelo y de negrura profunda, se esconde de las miradas y las carcajadas estruendosas, corre de las manos frías y las miradas hostigosas. Costumbre necesaria huir de quienes sólo lo queman y acosan. Hay quien dice que pertenece a los demonios, que pasa más tiempo navegando en el infierno. Huir porque hay quienes creyendo mucho y sabiendo menos le matan.

En la tardes se queda sobre la ventana esperando la ultima resolana, se restira y bosteza, cierra los ojos y se acurruca, resopla con resignación y espera la noche. Se mueve entre los huequillos, y se cuelga a veces por dentro de la coraza, tratando de subir, escalando de su cojín a la hoz.

Sabe y desconfía con recelosa prudencia; sabe de los pasos que no regresan del ocaso; presiente finales, se queda inmóvil y en silencio con ojos atentos, clavados en los atardeceres. Juega con las hojas marchitas del otoño, persigue el canto de las aves, apenas moja la lengua en las frescas aguas de los olvidos.

Juega con el cráneo vacío y se calienta a la luz de los cirios y velas, se duerme con los inciensos, voltea los relojes de arena y espera. Sólo sé que espera porque tiene la impaciencia de quienes con resignación se alejan. Vacilante y deteniéndose a veces, mirando hacia atrás, limpiándose la carilla antes de dar el paso final, ese que es el principio de todos los pasos cuando no se vuelve la mirada ya más. Se queda dormido en silencio y suspira antes de soñar, se cierra sobre sí, mete la carilla en el vientre como buscando, como encontrando, su propio latido. Ese que se escucha en silencio, en las habitaciones vacías, en las tardes que se vuelven noches, entre las sábanas frías, en las almohadas solitarias, húmedas, mojadas, saladas, etílicas.

Despierta con el cantar de los nidos, con la risa de los niños, con el vapor de las regaderas y así, sin más, se vuelve a dormir, a mirar de reojo, a levantar ocasional la cabeza como buscando, como esperando, como no encontrando.

A veces, sin luna, se clava en los dedos y pide cerrando los ojillos un sorbo de anís perfumado, olisqueando, mordiendo el aire que sale, maullando y plañiendo, “milladas” cortitas y apagadas, demandando lo que siempre se quiere evitar.

Es una maldición, dicen, tener un gato negro por corazón; que por la noche se inquieta, que rompe los muebles, que se escapa por las ventanas del tiempo, que es veleidoso en viento de estrellas, que mata las aves de Ephesos en hojas que talla en noches sin luna. Que lo mate, que lo ahogue en mirra y sal, que lo cambie por oro en tardes de propósito. Pero el gato se queda y se quedará, persiguiendo mariposas en la ceniza, ronroneando en el cuello, jugando con los dedos en el ordenador, dejando sus huellas en hojas eléctricas, escondiendo las dagas al atardecer.

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